Actitudes, prejuicios y estereotipos hacia los adultos mayores

Los estereotipos sociales nos ayudan a organizar la información sobre las personas que percibimos como similares entre si. Como se ha explicado anteriormente, el conocimiento que tenemos sobre determinadas categorías sociales (edad, género, etc.) conforma un mareo normativo de asunciones sobre cuál debe ser el comportamiento de sus miembros. Gran parte de esas creencias, acerca de cómo ha de comportarse o no una persona en función de su edad, quedan fielmente representadas en los estereotipos socialmente compartidos sobre su grupo.

En el caso de las personas mayores, las creencias comunes sobre el proceso de envejecimiento suelen manifestarse en estereotipos negativos e imágenes simplificadas y sesgadas de la forma de ser de estas personas (Pratt y Norris, 1994). No obstante, se dan algunas excepciones como por ejemplo el caso de Alemania, en donde la imagen del anciano se ha vuelto más positiva en los últimos años (Noelle-Neumann y Rothenberger, 1993). Salvo casos excepcionales, es abundante la literatura que pone de manifiesto la existencia de estos estereotipos negativos respecto a la vejez.

Por lo general las personas de más de 70 años son consideradas como más infelices, comparadas con los demás grupos de edad (Chiriboga, 1978) y, además, son evaluadas menos favorablemente que los adultos más jóvenes en varías dimensiones como competencia, independencia, bienestar físico y psicológico (Schonfield, 1982). Pero, los estudios realizados en este campo también han mostrado que el estereotipo negativo se mantiene solamente, o al menos con más fuerza, cuando se habla de la gente mayor en general, como colectivo homogéneo, mientras que cuando lo usamos para describir a alguien cercano o específico, esta imagen se vuelve más positiva o menos negativa (Schultz y Fritz, 1988). Sin embargo, el estereotipo que mayores repercusiones va a tener para el bienestar de los mayores es el que asume la negatividad esencial de los cambios propios del envejecimiento, es decir, la creencia de que el envejecimiento es un proceso esencialmente negativo, de deterioro, consistente en la pérdida progresiva de las capacidades adquiridas a lo largo de la vida. Este estereotipo suele ser no sólo asumido por la sociedad en general, sino también por los propios mayores (Kenyon, 1992) y, en muchos casos, también por los profesionales que los atienden (Heckhausen y Lang, 1996).

Un ejemplo claro de las consecuencias que la interiorización de los mayores de sus propios estereotipos (olvidadizos, desinteresados e incompetentes) puede tener es el hecho de que eviten las interacciones sociales por pensar que son aburridos y que rechacen aprender nuevas habilidades por asumir que son incapaces. Además, la asunción de estos estereotipos puede afectar indirectamente a su salud haciendo que ignoren algunos síntomas de enfermedades susceptibles de ser tratadas al pensar que son achaques propios de la edad (Schaiey Willis,2003). Dentro de la imagen estereotipada de la vejez, no todas las características que la definen son negativas (Hununert, 1993), de hecho tales características negativas coexisten con atributos positivos como son la sabiduría, dignidad, amigabilidad, paciencia, calma y ternura, entre otras. Kite, Deaux y Miele (1991) encontraron que los adultos jóvenes, de la muestra estudiada, percibían a las mujeres y hombres mayores como generosos, orientados a la familia y amigables, pero centrados más en el pasado que en el futuro y con problemas de salud.

Más recientemente, Amador, Malagón y Mateo (2001) observaron en una muestra de estudiantes españoles que las creencias más frecuentes entre el alumnado, respecto a las personas de edad, eran las siguientes: a) los mayores aprenden despacio pero son capaces de aprender cosas nuevas; b) no pensaban que los mayores estén tan solos y aislados como marca el estereotipo de este grupo; c) económicamente, tienen una situación muy mala; d) su salud es débil; e) son y están aburridos. Hay que destacar que en el caso de las alumnas, sus percepciones estaban más adaptadas a la realidad de los mayores que las de los alumnos y, por tanto se separaban un poco más del estereotipo del mayor. Los autores proponen que puede ser debido a un mayor conocimiento o interacción con las personas mayores por parte de las chicas. Éste y otros estudios apoyan la idea de que la gente no mantiene una visión uniformemente negativa ni positiva de las personas de edad, sino una mezcla de ambas (Braithwaite, LyndStevenson y Pigram, 1993).

Se podría decir que se observa una ambivalencia emocional en las respuestas, convalidando el rechazo hacia el deterioro que se supone sufre la vejez, con respuestas de empatia, interés y afecto. Esta coexistencia de rasgos negativos junto a otros con una connotación más positiva ha llevado a que muchos autores no acepten que se pueda hablar de discriminación por cuestión de edad (edadismo), al menos no de la misma forma de la que se habla del racismo. Sin embargo, la discriminación por edad existe y se puede constatar analizando el papel de los mayores en la sociedad. Ya a mediados del siglo XX, se hablaba de cinco causas de discriminación, a saber: raza, género, estatus económico, atractivo físico y edad.

Aunque por razones comentadas anteriormente estamos más familiarizados con los términos racismo y xenofobia, ha sido mucho más recientemente cuando se ha empezado a emplear esta misma terminología para referirse a procesos relacionados con otras categorías sociales y que están cobrando gran relevancia social como el sexismo (lamentablemente muy de moda hoy día por sus trágicas consecuencias) y también el edadismo (ageism). El término edadismo -acuñado por Robert Butler en 1969- ha sido utilizado para describir el prejuicio sistemático y discriminatorio contra las personas por el simple hecho de ser mayores. Edadismo es «un profundo desorden psicológico caracterizado por el prejuicio institucional e individual contra las personas mayores, estereotipándolas, mitificándolas. desaprobándolas y/o evitándolas» (Butler,1980).

Es probable que la existencia de valoraciones tanto positivas como negativas hacia los mayores no implique la negación de la existencia del edadismo como fenómeno discriminatorio en nuestra sociedad, sino que al igual que viene demostrándose con otros tipos de «ismos», la ambivalencia sea una característica definitoria en sí misma de la evolución de estos procesos hasta la actualidad, potenciada entre otras cosas por los cambios sociales que abogan por las políticas de igualdad y la erradicación de las desigualdades y diferencias sociales. Así, encontramos abundante literatura acerca de los denominados racismo moderno o simbólico (McConahay, 1986), sexismo ambivalente (Glick y Fiske, 1996), neosexismo (Tougas, Brown, Beaton y Joly, 1995), etc.

Todas ellas, formas caracterizadas por la ambivalencia, entendida como producto del mantenimiento de valores conflictivos entre sí (Morales, 1999) y por una expresión mucho más’sutil de las actitudes prejuiciosas hacia las personas del grupo desfavorecido. Por ejemplo, Kenyon( 1992) opina que el edadismo a menudo se manifiesta de manera sutil haciendo que, incluso, sea aceptado por las propias personas afectadas, dando origen a una pérdida de significado personal y contribuyendo a interiorizar el estereotipo que se tiene de ellos. En el caso de las mujeres mayores se superponen dos categorías sociales que tradicionalmente han supuesto la infravaloración y discriininación hacia las personas que componen dichos grupos, es decir, a la situación de inferioridad derivada del hecho de ser mujer se le añade en las últimas décadas de la vida toda la carga estigmatizadora que supone ser mayor. De este modo, los estereotipos negativos propios de la vejez afectan especialmente a las mujeres en el mundo occidental. Se las percibe como mayores antes que a los hombres, pasando a ser invisibles mucho antes que ellos en la vida social y, sobre todo, en los medios de comunicación (Freixas, 1998), donde se las evalúa más negativamente que a los hombres de su misma edad en cuanto a la apariencia ñsica se refiere (Harris, 1994).

Susan Sontag (1979) definió el doble estándar del envejecimiento según el cual «mientras los hombres maduran, las mujeres envejecen». Los estereotipos en tomo a la belleza física afectan enormemente a las mujeres de edad ya que la apariencia física es una dimensión importante del yo a lo largo de toda la vida y su valoración afecta, en la mayoría de los casos, a la autoestima (Freixas, 2004). Wolf( 1991) afirma que la redefinición del modelo de belleza es la gran revolución pendiente de las históricas reivindicaciones del feminismo. Los hombres pueden aparentar la edad que tienen, incluso, algunas de sus características pueden aumentar su atractivo (Sontag, 1979). Sin embargo, para considerar a una mujer bella es un requisito fundamental la juventud: piel lisa, ausencia de arrugas, rasgos faciales delicados, cuerpo delgado y firme y ausencia de canas (Ventura, 2000; Wilcox, 1997).

La lucha por alcanzar los ideales que imponen los cánones de belleza femeninos pueden llegar a avergonzar a las mujeres durante toda su vida, sobre todo en aquellas situaciones en las que resulta más difícil lograr representar en los cuerpos algunas cualidades femeninas importantes, como el atractivo sexual, la juventud y la delgadez, como sucede a medida que se envejece (Walker. 2000). Este estereotipo negativo hacia la mujer tiene consecuencias a muchos niveles, influyendo de forma decisiva en su bienestar y satisfacción con la vida, así como afectando a su sexualidad. Sentirse sexualmente atractivas es un elemento necesario para lograr satisfacción vital. Sin embargo, la felicidad de las mujeres mayores de 80 años que disponen de buena salud para mantenerse sexualmente activas (Stokes y FrederickRecascino, 2003), se ve interferida por el doble estándar del envejecimiento que plantea más prejuicios acerca de la sexualidad de la mujer a partir de determinada edad que acerca de la sexualidad del hombre de la misma edad (Blieszner, 1998; Freixas, 2004).

El envejecimiento, por tanto, limita la libertad de las mujeres para ser felices, sentirse bien, ser percibidas como atractivas y competentes, mientras que los hombres se encuentran con una sociedad mucho más flexible y tolerante a su vejez (Freixas, 2004). Hummert, Garstka y Shaner (1997) destacan la evidencia clara del doble estándar del envejecimiento en un experimento en el que los participantes tenían que juzgar fotografías de caras y emparejarlas bien con estereotipos positivos (persona alegre, sociable, interesante) o negativos (persona depresiva, con miedo, solitaria). Encontrando que para el grupo de mujeres de 70-79 años, los participantes escogieron un número muy inferior de estereotipos positivos en comparación con el resto de condiciones formadas por hombres de la misma edad y por hombres y mujeres de 60-69 años. En la literatura abundan los ejemplos de discriminación diferencial hacia hombres y mujeres mayores.

En el estudio de Kite et al. (1991) comentado anteriormente, se observaba que un hombre de 65 años era muy posible que fuese visto como inteligente y sabio, mientras que una mujer de 65 años era más probable que se percibiera como activa en la comunidad, abuela y con amigas. Asimismo, Canetto, Kaminski y Felicio (1995) encuentran que los hombres mayores son vistos como más inteligentes que las mujeres mayores, mientras que éstas son percibidas como más sensibles y volcadas en el cuidado de los demás, en comparación con los hombres mayores. A pesar de que esta valoración de la mu jer puede aparentar ser favorecedora, los autores señalan cómo se convierte en una carga al asumirse la expectativa de que las mujeres mayores deban seguir dedicándose en cuerpo y alma a los demás.

de Lemus, Soledad; Expósito, Francisca Nuevos retos para la Psicología Social: edadismo y perspectiva de género Pensamiento Psicológico, vol. 1, núm. 4, enero-junio, 2005, pp. 33-51 Pontificia Universidad Javeriana Cali, Colombia

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