En el siglo XXI, las ciencias humanas enfrentan el reto de superar los paradigmas reduccionistas que dominaron el pensamiento científico clásico. Esta transformación no es menor: implica repensar la manera en que comprendemos los sistemas vivos, los fenómenos sociales y, especialmente, los procesos de salud mental. En este contexto emergen con fuerza las ciencias de la complejidad (CC) y el pensamiento complejo (PC), no como modas intelectuales, sino como propuestas epistémicas capaces de reconfigurar la práctica psicoterapéutica contemporánea.

La psicoterapia, entendida en su sentido plural y diverso, se desarrolla en un terreno teórico fértil pero fragmentado. Más de 400 modelos psicoterapéuticos conviven actualmente, con fundamentos epistemológicos a menudo disímiles. Frente a esta pluralidad, el paradigma de la complejidad ofrece un marco unificador, no para homogeneizar los enfoques, sino para integrarlos desde una mirada relacional, contextual y sistémica.
El pensamiento complejo, desarrollado principalmente por Edgar Morin, propone una visión no lineal, dialógica y recursiva del conocimiento. Frente al ideal clásico de certeza y control, el PC introduce categorías como incertidumbre, contradicción, autoorganización y retroalimentación. En el ámbito clínico, esto implica reconocer que los procesos terapéuticos no son predecibles ni lineales, sino dinámicos, emergentes y profundamente humanos.
Las ciencias de la complejidad, por su parte, se han desarrollado a partir de disciplinas como la física, la matemática y la biología, con herramientas como los sistemas dinámicos, la teoría del caos, los fractales y la lógica borrosa. Su aplicación a la psicoterapia permite modelar fenómenos como las recaídas, la evolución de síntomas o las crisis psicóticas desde una perspectiva sistémica y adaptativa.
Una de las grandes aportaciones del paradigma complejo a la psicoterapia es la posibilidad de articular metáforas poderosas y herramientas técnicas innovadoras. Por ejemplo, conceptos como bifurcaciones, atractores o estructuras disipativas han sido utilizados para comprender la esquizofrenia, la dinámica de crisis familiares o los procesos de transformación personal. Además, la lógica borrosa y los mapas cognitivos borrosos propuestos por Botella (2007) permiten simular procesos terapéuticos desde una perspectiva más cercana a la realidad vivida por los pacientes, reconociendo su ambigüedad e imprevisibilidad.
En el plano pedagógico, estas herramientas también ofrecen nuevas formas de formar psicoterapeutas. Simulaciones, modelaciones y enfoques multivariados permiten entrenar el pensamiento clínico en contextos inciertos y cambiantes, preparando mejor a los profesionales para intervenir en escenarios reales complejos.
No obstante, el artículo también advierte sobre los peligros de una adopción superficial o instrumental de la complejidad. Usar sus conceptos sin comprender su carga epistemológica puede conducir a interpretaciones erradas o incluso a reforzar el control y la normatividad sobre los individuos, en contra del espíritu emancipador de la complejidad. Por ello, se propone una integración profunda, crítica y ética entre complejidad y psicoterapia.
Este enfoque tiene implicaciones transformadoras para la psicoterapia como disciplina. Le permite cuestionar su rol histórico como herramienta de adaptación al orden social, y la invita a convertirse en una práctica de emancipación, creatividad y justicia. En este sentido, el pensamiento complejo no solo ofrece herramientas teóricas y técnicas, sino también una ética del cuidado, de la incertidumbre y del amor, capaz de renovar profundamente la praxis clínica.
Referencias:
Sanabria-González, J. A. (2019). Ciencias de la complejidad y pensamiento complejo en psicoterapia. Una revisión. Tesis Psicológica, 14(1). Fundación Universitaria Los Libertadores. Disponible en Redalyc: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=139063846006
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